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Ciudad anónima - Edificio Vintage - 2010

Presentación
Conrado Uribe

Desde su aparición en el siglo XVII, las academias clasificaron a los productos artísticos por géneros. De este modo, las obras cuyo contenido representacional era de tipo religioso, mitológico e histórico ocuparon los renglones de privilegio, pues se consideraba que tenían un efecto moralizante y educador. Por debajo de ellos estaban los retratos, paisajes y bodegones. Especialmente a esta última dupla, en oposición a los integrantes del primer grupo, se les otorgó un valor decorativo. Pero, aparte de su función en términos del ornato, lo que históricamente se encuentra es que los paisajes en particular han tenido fundamentalmente dos características. Por un lado, se ha asumido que un paisaje es la representación (usualmente pictórica) de los elementos naturales que configuran una exterioridad al ser humano. Del otro, cuando se revisan las condiciones socio-históricas en las que han predominado, se identifican como productos de aquellas sociedades que han tenido a la ciudad y la cultura urbana como factores comunes. Indistintamente de si fueron hechos directamente del natural o en el taller, si reúnen vistas reales o son más bien conglomerados de múltiples elementos considerados idílicos, los paisajes han servido para evocar los placeres de la campiña para los viciados habitantes de la ciudad, como lo afirmó el historiador de arte Ernst Gombrich.

Si bien las anteriores ideas corresponden a concepciones tradicionales sobre el paisaje, la paradoja no deja de ser interesante: aunque se represente un entorno aparentemente natural (real o imaginado) de tipo rural, el paisaje ha sido, en muchas ocasiones, el resultado de una condición urbana. Pero tampoco se puede dejar de lado otra circunstancia ineludible. En tanto que representación, el paisaje es una imagen-idea que sustituye a una realidad que pareciera estar determinada por la inevitabilidad de la naturaleza. Es decir, el paisaje es siempre la consecuencia de un conjunto de operaciones de edición (observación, selección, interpretación) ejecutadas por un individuo en el marco de un contexto socio-cultural, que conducen a la construcción de una presencia que es, necesariamente, artificial. Lo ineludible no es pues el entorno, sino la presencia de lo humano y pudiera complementarse enmarcado por lo urbano.

¿Se puede identificar lo urbano con la ciudad y viceversa? ¿Son palabras intercambiables? O, más bien, ¿se pueden establecer diferencias entre ellas? Para el antropólogo español Manuel Delgado, la ciudad está constituida por las construcciones y los volúmenes: casas, aceras, vías, parques, edificios, etc. Mientras que lo urbano es todo lo demás, es decir, ese universo informe, viscoso, agitado, inaprehensible y en permanente circulación que resulta de sustraer la arquitectura de la ciudad. La vida urbana, como producto, es esa forma de ser y vivir en sociedad estructurada a partir de la oscilación, la inestabilidad y el temblor.

Según lo dicho, ¿no es una obviedad, casi un pleonasmo, hablar de paisajes urbanos? Por el contrario. Siempre será importante revisar los imaginarios que conforman los lugares comunes de la cultura. De este modo, es posible poner en jaque las concepciones habituales con respecto a lo que aquí interesa: el paisaje y su relación con lo urbano. En esa operación crítica, resultan coherentes las características formales que exhiben los paisajes de Camilo Echavarría. En primer lugar, son construidos por medio de la fotografía, un lenguaje visual relativamente nuevo para la cultura occidental cuando se comparan sus escasos dos siglos de existencia con los milenios del imperio pictórico. De otro lado, sus obras no exhiben escenas o parajes rurales, y tampoco pretenden ser espacios idílicos.

En estas piezas también se emplea la sustracción como estrategia constructiva. De sus representaciones se ha retirado, deliberadamente, la presencia de seres humanos, lo que curiosamente propicia tomar conciencia de la fuerte presencia de lo humano, tanto detrás como delante de los dispositivos que le permiten al artista observar, pensar, registrar y editar; en otras palabras, hacer sus paisajes. Además, en la serie Re-Construcciones el ejercicio anterior se complementa con la reducción de la tridimensionalidad aparente, efecto que consigue al anular la perspectiva. Las imágenes resultantes son conflictivas e irritantes por la honestidad con la que reconocen su condición bidimensional. Al mismo tiempo son provocadoras porque parecieran retratar la condición urbana por medio de lo que, precisamente, ésta no es. Cuando Echavarría altera y modifica (re-construye) estos edificios, o simplemente registra y edita lugares de habitación, esparcimiento y trabajo, enuncia que ellos pueden ser los contenedores de lo elusivo e inaprensible que es lo urbano; o que quizás ellos nos ayudan a identificarlo y reconocerlo. De lo contrario, ¿por qué se pueden hermanar todas las obras que constituyen esta exposición, sin importar que su punto de partida hayan sido las imágenes captadas en un pequeño pueblo costero o en una gran ciudad capital del interior, en el país o fuera de él?

¿Son estas ideas paradójicas? Tal vez sí. Sin embargo, las prácticas artísticas y la reflexión contemporánea invitan a replantear las lógicas lineales de pensamiento. Si no es así, ¿cómo explicar que una o varias sustracciones, como es el caso, aumenten e intensifiquen el significado de lugares y momentos que, de otra manera, son insignificantes? En un gesto sutil, de resistencia sin oposición, Echavarría llega a conclusiones profundas con respecto al motivo de sus investigaciones: ¡se aprende a mirar! El paisaje como artificio y la mirada que lo construye, son aprendizajes culturales.

C. U.

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